Desayuno americano

•marzo 27, 2012 • Deja un comentario

En el momento pensé “conmigo no van a poder”. Debería haber intuido el riesgo, el peligro que acecha latente en todo lo que a simple vista resulta demasiado atractivo. Pero no, bajé del ascensor, llegué a la confitería del hotel y, ante semejante despliegue de bandejas, aromas y colores, sonreí: “conmigo no van a poder”.

Desayunar en Estados Unidos, en casi cualquier rincón del país, es una experiencia culinaria distinta a cualquier otra: un mundo aparte. Desayunar en un hotel en el que podés probar todas las variantes (y, créanme, son muchas) del american breakfast, con un chef que cocina a pedido frente a tus narices, es ya un universo desmesurado, calórico, en ebullición.

Eran las 6 de la mañana en el Centro Tecnológico de Denver, y ya estaba bañado, vestido y listo para cruzar la calle y hacer las tres cuadras que separan el hotel de la oficina. Pero antes, un rápido y eficiente desayuno. Lo ideal, en esa primera mañana en un lugar ajeno, en la que debía conocer en persona gente con la cual sólo me había comunicado por mail o web conference, gente con la cual mantendría un vínculo laboral, tal vez, por años, esa mañana lo ideal hubiese sido desayunar ligero. Estar suelto para causar una buena impresión: el argentino presentable, prolijo, de buenos modales y gestos gráciles. Pero ante la posibilidad de lujuria, uno se miente y de buena gana se cree la propia mentira: “bueno, es algo nuevo, vamos a probar, puedo comprar algo livianito en el almuerzo; de todas formas, el desayuno es la primera comida, la más importante; estos yanquis sí que saben lo que hacen”.

Empecé con lo que uno primero se imagina del desayuno americano, lo que nosotros nunca tenemos: huevos revueltos. Es como una tortilla hecha en el acto, dos huevos sobre una sartén, que de por sí no parece tan impresionante. El secreto está en los ingredientes que uno puede sumarle, y que van armando un relleno: jamón, cebolla, pimienta, queso en hebras, panceta, tomates, hongos. El plato se completa con un par de salchichas de pavo, horneaditas, en paralelo. Eso y un jugo ya conforman un buen desayuno. Potente. A lo southern vikingo (expresión que acabo de inventar, pero bien se ajusta a lo que quiero decir).

Pero también hace falta un café, en cualquier lugar del mundo uno no despierta del todo hasta que no se toma un café. No es de lo mejor, el café americano. No, para nada, se parece al de Mc Donalds. Pero bueno, son costumbres difíciles de cambiar. Y también… ¿cómo privarse de un bagel, abierto al medio y tostado, untado con queso Filadelfia? Es genial, un festival de consistencia y sabor, que se disfruta hasta que te agarra la porteña nostalgia de la tostada con manteca. Pero alzás la vista y, en uno de los mostradores, ¿qué hay? Pan tostado y manteca. Así que por qué no hacer la comparación… un bagel con Filadelfia, una tostada con manteca. Dos pesos pesados, cada uno con sus virtudes, y uno anticipa que el duelo se repetirá a lo largo de dos semanas. Se disputarán rounds, habrá victorias siempre parciales, y la certeza de que el único perdedor es el organismo, que se deteriora irremediablemente. Es como si los golpes de dos boxeadores hicieran mella únicamente en el público.

El primer aviso del deterioro llega a media mañana, con un dolor estomacal que desemboca en un estallido rotundo, en el lugar que corresponde. Pero mejor dejemos lo escatológico de lado. También hay un malestar psicológico: uno se siente arrepentido, traicionado por sus propios impulsos, hasta el punto de no reconocerse: ¿quién era ese cerdo que comió tanto?, ¿por qué?, ¿qué le pasa?, ¿qué bache emocional intenta tapar con tanta comida? Como si la comida sola no alcanzara para justificar el festival de excesos.

Lo peor es que, como en cualquier adicción, al estado de desesperación sobreviene uno de tranquilidad: bueno, no estuvo tan mal. Mañana vamos a probar otra variante. Los waffles, por ejemplo, parecen una buena opción. Y así durante dos semanas. Al llegar a Buenos Aires, pesaba siete kilos más que al partir. En casa hubo un pequeño escándalo («este no es el novio que despedí en Ezeiza», dijo ella), y ahora miro mi café con leche, el humo que se dibuja, y dos (sólo dos) Cerealitas con queso crema. Una nueva compañía diaria, que (no les voy a mentir) no da tantas satisfacciones, pero tampoco provoca tantos desastres. El equilibrio, en el fondo, está bien.  

Diez razones para no mirar Gran Hermano

•marzo 22, 2012 • Deja un comentario

1) Mirar Gran Hermano implica mirar el Debate, la Gala y un montón de satélites más que sólo orbitan para sumar horas de vuelo en las que no pasa nada.

2) Si mirás Gran Hermano, y muchos siguen tu ejemplo, muy probablemente en unos meses hagan un nuevo GH. Y si tiene el mismo éxito, después vendrá otro. Y nunca va a terminar. Es como el cuento de la buena pipa.

3) En un punto, a tu preferido lo van a echar, o va a decir una estupidez que no vas a poder creer. En ambos casos, vas a sentirte desilusionado/a.

4) Si te involucrás mucho, vas a empezar a votar por teléfono, con lo cual no sólo perdés tu tiempo sino también tu dinero.

5) En un momento, vas a estar discutiendo con tu pareja a causa de algo que pasó en GH. Se van a decir cosas hirientes por culpa de alguien a quien no conocen.

6) Afecta a tu vida social: cuando estés en una fiesta, te vas a preocupar por volver temprano para ver a quién nominaron.

7) Estás fomentando la vagancia de los que están adentro, la pereza intelectual de los que están afuera y el dinero fácil, sin riesgo y sin apuesta creativa, de los que viven de eso.

8) Hay periodistas, opinólogos y mediáticos que hablan de eso con solemnidad y apasionados, como si fuera algo más que un juego (la misma razón aplica para no mirar programas de debate sobre fútbol).

9) A diferencia de lo que ocurriría con una serie cualquiera o una película, es muy difícil hablar en público de lo que pasó en la casa sin sentir las miradas de reprobación del resto.

10) No aprendés nada. Tampoco entran en juego sentimientos profundos, y la ilusión de realismo es muy efímera (la misma razón aplica para no mirar pornografía).

La semana próxima: 10 razones para no seguir a Rial en twitter.

¡Ups, ha comenzado!

•marzo 20, 2012 • Deja un comentario

La rebelión de las máquinas, como bien aprendimos con la saga de Terminator, no se arma de un día para el otro, sino que hay un caldo de cultivo, un tira y afloje cotidiano en el que vamos resignando protagonismo y depositando confianza en los cerebros artificiales (‘positrónicos’, diría Asimov, pero no tengo mucha idea de qué quiere decir eso).

Confiamos en las máquinas, reímos con los ‘jueguitos’ y disfrutamos del material audiovisual que la máquina nos permite (y nos alienta a) descargar ilegalmente, y todo esto nos quiere ocultar que las máquinas no son nuestras amigas. Esta evidencia sólo vuelve a nuestra memoria instintiva cuando de pronto la máquina deja de funcionar, y ahí rompemos vínculo y le pegamos, la insultamos, llamamos gente para que la haga entrar en razón. Y en cuanto se arregla (porque la máquina se arregla cuando ella quiere, es así de cínica y manipuladora) hacemos las paces y vivimos una segunda luna de miel.

En esta relación imaginaria, la máquina tiene su cuota de responsabilidad: nos hace creer que nos ayuda, que es buena, que es solícita. Cuando se equivoca, se excusa: así nacen los mensajes de error ‘buena onda’ o ‘user friendly’, del tipo “Ups, hice algo mal”. Nótese la ironía: en realidad lo que quiere decirnos es “ups, vos hiciste algo mal, pero como somos amigos yo me voy a hacer cargo, voy a barrer bajo la alfombra y decir que fue culpa mía”, y se resetea, que es la forma mecánica que tiene de guiñarnos un ojo cómplice.

La rebelión de las máquinas empieza en forma inadvertida, con mensajes de error user friendly. Esos mensajes, a veces acompañados por perritos simpáticos que los exclaman, restándole dramatismo al asunto, nos hacen sentirnos plenos, acurrucados en nuestro mundo de seguridades y canes parlantes. Nuestro propio Disney 2.0. Con estos mismos recursos, después, nos van a pedir los datos de las tarjetas de crédito. Más luego, los datos de objetivos estratégicos para bombardear. De ahí al desastre atómico hay sólo un paso.

Por mi parte, ya elegí el tema que quisiera escuchar de fondo mientras miro por la ventana el mundo entero derrumbarse.

Límites

•junio 14, 2011 • 2 comentarios

Nadie me obligó. Tampoco vi la publicidad tantas veces, así que podría arriesgar: nadie me condicionó. No es que hubiese perdido una apuesta, o que necesitara probarme algo o comprobar mis límites, nada de eso. Pero fui y me pedí un Sabor 5.0. Es decir, cinco patys apilados, con sus respectivas fetas de queso cheddar, una corona de panceta lubricada por una salsa inefable. El nuevo milagro de Burguer King.

Después de leer No logo, me había dicho que le iba a dar la espalda a las multinacionales. En todas sus manifestaciones. La primera concesión que hice, antes de atravesar las últimas páginas, fue: «salvo las nuevas hamburguesas que vaya sacando Burguer». Siempre fui hincha de Burguer King, para hacerle la contra a la Gran M. Así como uno se hace hincha del más débil en un partido que mucho no le interesa. Una debilidad relativa, claro. Pero a veces hay pasiones que no matan aunque hieren y dejan secuelas.

El producto es imponente. Uno desenvuelve la hamburguesa con una casi alegría, reminiscencia de fiestas infantiles, y ahí nomás se sorprende: un monumento de comida chatarra, un rascacielos que transpira poder. Al edificio hay que ir derribándolo de a poco: primero abajo, después arriba; se gira apenas: abajo, arriba. Una papa, un sorbo de gaseosa, abajo y arriba. En un momento pensé que no lo terminaba, que me ganaba. Pero no puedo dejarme ganar en estos casos, nunca puedo dejar un plato a medio comer, sin el remate final. Reminiscencia de miserias infantiles.

En un momento, tal vez en el bocado veinticinco, sentí que se me iba directo al centro del pecho, y que se movía apenas hacia la izquierda. Parecía inverosímil pero la sensación era muy real: de pronto tenía una hamburguesa por corazón. Y dolía. Bombeaba igual (imaginaba una sangre amarronada, cansada), pero pesaba. Y sus latidos eran cuatro golpes que daba en la puerta del desvanecimiento.

Para colmo, en los últimos bocados, cuando estaba ya en los cimientos, me quedé sin coca. Pero así y todo lo terminé. El malestar posterior duró horas, y algo parecido a la depresión se fue asentando el día siguiente y desgranando a lo largo de la semana. Si uno va a intentar la hazaña, ármese de valor, paciencia, y pida la coca grande. Es el único consejo que les puedo dar. Siempre fui hincha de Coca, para hacerle la contra a Pepsi. Así como uno se hace hincha del más fuerte, porque sabe que es el mejor.

Se vienen cambios en melódico. Más bien, una especie de «merge» con otro portal, con un diseño más agradable, cómodo, más contenidos. Espero hacer una transición suave, indolora, casi imperceptible. Pero seguramente va a ser para bien.