Me ponen mal las fiestas de disfraces. Son igual de molestas que todas las reuniones sociales en las que te asignan una tarea previa, ya sea preparar una ensalada, llevar música o, en este caso, buscar un disfraz. Sí, se puede ir sin disfraz, pero no tiene mucha gracia… y es ir contra la corriente. Es como ir a un festival swinger con tu mujer en uno de esos días. “Hola sí, qué tal, ella va a mirar nada más. No va a participar. Sacamos las entradas, estábamos entusiasmados, y a último momento tuvimos este problemita… así que bueno… no la toquen, no le hablen, ni la miren, porque además está un poco de mal humor”.
Todo es irreal, no se puede tener ninguna conversación sensata porque el disfraz es el único tema de charla. Uno trata de dialogar en serio hasta que se da cuenta que está hablando de política internacional con el Hombre Araña, un bufón y un Maradona del 86 (el de los rulos, que es la versión maradoniana que más sale, tal vez por reconocible, en estas fiestas). Y por más que Spiderman esté haciendo un análisis muy incisivo del tema Irán, hay algo ahí a simple vista que anula el discurso, le resta cualquier autoridad.
“Mmm, para mí que sos un buho”. No, soy Carlos Gardel, pero gracias por tratar de adivinar. Es terrible cuando nadie adivina tu disfraz, y no sólo eso sino que insisten, necesitan saber de qué te disfrazaste, y al tercer intento fallido, cuando uno confiesa con fastidio el personaje, ponen esa cara de desencanto: “ah, mirá vos…”, y te nombran qué detalle te faltó, por qué no lo adivinaron, y cómo ellos lo hubiesen preparado mejor. Peor todavía cuando uno invirtió dinero… siempre habrá alguien con el mismo disfraz pero en versión casera e ingeniosa, que por lo tanto será más valorado y festejado, llevando tu disfraz y tu presencia (porque el disfraz es tu única razón de ser en estas fiestas) hacia el más remoto ostracismo.
Si uno va acompañado, el conflicto con tu pareja es inevitable. Voy llevando la noche con aplomo hasta que llega una mina con disfraz provocador, y se me desfigura la cara. Sé que queda mal, sé que me pone en una posición irremediable, pero no lo puedo evitar: veo algo de cuero negro y me vuelvo loco; puede ser Gatúbela, Maddona o Freddie Mercury, no importa. Y mi novia: “¿Podés dejar de mirar a esa atorranta? Claro, si me hubiese disfrazado yo de Gatúbela también estarían todos como locos”. “¿No te parece un poco tarde para eso ahora? Ya estás de Laura Ingals, no podemos volver a cambiarnos. ¿Qué hago con la máscara de Michael Landon?”.
Con el disfraz hay que tener mucho cuidado. Uno no lo piensa mucho, cree que cualquier cosa va a andar más o menos bien, y no es así. Una vez tuve la maravillosa idea de ir de Michael Jackson. Todo iba bien, hasta que en un momento pusieron el tema Billy Jean, me apuntó un reflector y toda la gente hizo una ronda a mi alrededor. Aplaudían y pedían los pasos de Michael. Fue el peor instante de mi vida. Tuve que fingir un calambre para salir del paso.
Termina la fiesta y uno piensa que lo peor ya pasó, pero lo peor está aún en pañales. Seguramente hubo alguien que diligentemente filmó y/o sacó fotos durante toda la fiesta, a cada rato, y fue dejando testimonio de cómo todo, desde los trajes, los maquillajes y el aplomo de cada invitado, alcohol de por medio, se iba demacrando, desdibujando, desmoronando y muchas otras palabras feas que empiezan con “de”. Esas evidencias van a florecer en Facebook, para que propios y ajenos puedan reírse de uno, y si en la fiesta al menos teníamos el consuelo de que “estamos todos en la misma”, en las redes sociales no, y ni siquiera está uno presente para justificar las poses más ridículas. Así que en lo posible habría que evitar las fiestas de disfraces, o atenerse a las consecuencias.